Sunday, August 29, 2010



Un relato verdadero



“MI GUEL”

Juan A. Cadenas (Xuvia/Neda, 1980)

¿Lo veis…? Él es el monaguillo suicida. Se atravesó en la vía del tren en las cercanías de la entrañable estación de Neda y lo cercenó el destartalado Correo de Ferrol, donde por entonces aún “se prohibía blasfemar y escupir bajo multa de cinco pesetas”. Con un jodido vagón de tercera, para más exactitud; que un paria, hijo de “lavadora de lavadero” comunal de río, no podía pretender siquiera un segunda clase o la butaca del ferrobús. Ni lo merecía, claro: ¡por pobre, por niño y por suicida!

¡Y cómo paradójicamente le entusiasmaban, sin embargo, a él aquellos delirantes y ultramodernos automotores de fuel “Pegaso-Büssing”, que habían comenzado a atravesar la profunda Galicia coruñesa de mediados de los cincuenta.

.- ¡Ay, Miguel, no sabes de mi terrible nostalgia de ti, de mi urgente deseo de tenerte de nuevo para volver a jugar con aquellas chapas de gaseosa “Los 7 Hermanos”, que tal que comodines las utilizábamos para cualquier pasatiempo o utilidad, como tantas veces lo habíamos hecho en campeonatos de ciclismo o partidos de fútbol, o reconvertidas en botones de mando del centro de control de nuestra imaginaria estación de ferrocarril para efectuar los cambios de vía y el resto de otras tantas extrañas funciones que les asignábamos para que fueran de verdad las estaciones de Perlío y Barallobre… Que como recordarás -aunque no se si continúas aún poseyendo habilitada esa facultad de rememorar- instalábamos en el porche del vestíbulo de la parroquia de Santa María de Neda.

.- En fin…lo cierto es que nunca pretendiste ser jefe de estación o factor y ni siquiera guardagujas, que era lo que verdaderamente molaba ¿eh, Miguel? Tú ya sabes a lo que me refiero, a lo del “mando más”, a lo de tener la facultad decisoria, a lo de la perpetuación del poder en los juegos “feudocapitalistas” de los niños que éramos entonces, y ahora.

Tú siempre quisiste ser vagón, pero no un vagón digno o decoroso, a ti lo que verdaderamente te molaban eran los destartalados coches de 3ª del indolente Rápido, con todas sus demoras y detenciones, con su oscura línea de maquillaje “a la carbonilla”, sus apeaderos letrina en mitad de la nada nacional sindicalista, con sus periódicos grasientos de chorizos, tortillas y cocletas y sus botijos colgando de los raídos cintos de badana por las ventanillas, y la ternura de su gente analfabeta que embruteció la vileza de la madre patria como la nuestra. Mis inolvidables ignorantes de obsequioso y delicado trato, algo bocazas como los millones de menesterosos lumpen que constituían el parque nacional, gente solidaria que todo entre todos lo repartían o intercambiaban en aquellos tremendos e inolvidables viajes al fin del mundo… ¡Y tú tan callado, Miguel…!

¡Pobre hijo, que te fuiste a poner bajo tu propio juego, bajo tus propias ruedas crecidas a la sombra de las tetas de Franco y de sus prolíficos contubernios fascistas, bajo unos pies sospechosamente nuestros en la promiscuidad, azules y tan peligrosos como nosotros mismos. ¡Tú, Miguel, mi Guel…cómo añoro tu delicado afecto, tu infantil dulzura, tu generosidad para con todos los demás niños!

.- ¿Cómo debería decirlo, joder, para evitar que todavía hoy se me sigan ahogando los ojos?

Te hubiera preferido arrojado al tren eléctrico o a los trenes difíciles que fuimos tus amigos/enemigos de entonces, haciendo de vías…de traviesas… de estaciones… Y desde luego, te elijo meneando cascabeles y contándole mentiras al cura de Santa María cuando nos confesábamos de todos aquellos pecados que jamás habíamos cometido porque entre otras cosas la mayoría nos eran aún absolutamente desconocidos.

Aquel ingenuo de don Xexús que todo se lo creía, aunque primordialmente, lo relacionado con aquella especie de venérea cerebral que íbamos ya arrastrando los liliputienses del estepario Circo de las Jonss, los adultos pijos que somos hoy, robando y masacrando a otros enanos como tú, suicidando a tantos otros hijos bajo el tren… Por eso te prefiero mientras me sigues acusando de haber aceptado tu crimen, de asimilar tu muerte y de tragar con todo lo demás… Por eso, jamás te olvidaré.

.- ¿Lo véis…? Él es el monaguillo suicida. Con quien yo me bebía la sangre de cristo de aquellas vinageras, ambos ocultos bajo el hueco del púlpito y dando cuenta de una tapita de hostia con la que ayudar a la ingesta de aquel soberbio y añejo caldo de misa, con el que habíamos comenzado a ensayar nuestras primeras borracheras infantiles. Y todo lo demás es falso, incluso tú y yo, Miguel.

Al día siguiente te acarrearon a trozos al depósito del cementerio. Aunque unas cuantas horas después, Miguel, tú te erguiste sobre la mesa de necropsias para dirigirte a la iglesia, y subirte al campanario…¡joder, y tú mismo te tocaste a muerto…! Y más aún, casi como el pobre de Juan Simón, a punto estuviste de acabar convirtiéndote en tu propio enterrador.

A la vuelta al anfiteatro, se postró de nuevo Miguel sobre el gélido mármol de la mesa de disecciones, a la espera de que el forense llegara para practicarle la última escena: la de la cura.

Así que los enanitos reprimidos del bosque del feroz lobo nacional para nada le entendieron, y tuvieron que inventarse un estúpido cuento como el de nuestro Guel para protegerse de las salpicaduras de la muerte. Un cuento unilateral y malo, nada comprometedor, con el que drogarse para poder disipar durante un rato los remiendos cerebrales que deja siempre todo lo relacionado con la luctuosa funereta (1).

Después, los niños dijeron su silencio más blanco ante la ocurrente proposición que alguien hizo: saltar la tapia de aquel rancho de difuntos a fin de conseguir por una vez ser capaces de cagarse de horror entre los fuegos fatuos de la atardecida. En honor de mi añorado Miguel.

Lo cierto es que todo aquello le proporcionaba un cariz espectral a la aventura, al igual que la disparatada oportunidad que se nos brindaba al poder paliquear con tu inocente cabeza degollada… ¿Y esconderte una pierna, no veas…?

.- Y lo que es más alucinante, si cabe: sisarte un par de dedos para utilizarlos de carnaza en los anzuelos de las truchas.

¡Claro, claro…y todas esas otras mil irrespetuosas chorradas que se podía uno imaginar con tus miembros solitarios, rígidos e inútiles! Todo aquello que pudiera proporcionarle mayor fascinación al asalto do pazo dos mortos.

La cerradura del depósito cedió con facilidad y permitió la compacta invasión en la profunda oscuridad del fúnebre recinto. Sólo una incipiente y sórdida pestilencia les recibió…

¡Y allí estaba Miguel, a la espera de sernos presentado por su propia hediondez!

Como un adorno en la repisa de la vitrina de aquel zoo de cristal, de aquel correo criminal, aún chamuscado de hollín, desnudo, alojado en la blanca palidez de su puber y rebanada anatomía, pero perfectamente ensamblado ahora y únicamente hendido el cuello y las espinillas por longitudinales brochazos negruzcos y purulentos.

¡Oh, Dios, con sus ojillos esmerilados aún abiertos y sus contados tres mil escasos días de presencia ausente sin decir ni pío en esta puta tierra de NOD!

¿Qué materia inmortal llevaría por dentro este inopinado hijo mío con agallas suficientes para permanecer allí encima de aquel mármol tan sereno… con aquel coraje, congelado por la necroscópico gelidez de la ultratumba mientras podía proseguir oyendo sus propias campanadas fúnebres todavía y oliendo su nauseabunda fetidez? ¡Este hermano gemelo de mis entrañas nada folclóricas, que no consigo explicarme ni sospechar qué le he puesto, le he roto o desarticulé…!

Un lívido silencio.

.- ¿Qué sustancia he logrado putre-pactar conmigo de tal modo que ya no alcanzo a reconocerme en él, a quien tal vez yo mismo arrastré bajo las ruedas, al que he descuartizado sin el más ligero estremecimiento…? ¿Dime, tío, qué…?

Si viéndole así, en rompecabezas nuevamente aparejado, no se me convulsiona la misma fibra que a él para echar a correr en busca de sus huellas de sangre en los raíles y esperar al siguiente tren Correo a fin de tirarme a sus ruedas y así poder acostarme a su lado en la misma mesa de necropsias…es que he perdido el derecho a continuar vivo.

.- Debo traerte de nuevo junto a mí, o quedarme a tu lado para siempre en la terrible aventura ésa que has emprendido sin nadie a tu vera, en la más absoluta soledad. Dime, ¿qué? ¿qué puedo hacer por ti, y por mí, y por todos estos otros renacuajos que somos todos…?

Después, más confiados, nos atrevimos a coger su cabeza por los pelos, aunque delicadamente, como al Bautista del sobrecogedor cuadro de la parroquia, y nos explayamos contándole todos los chismes y novedades que ese mismo día habían acontecido en el pueblo, empezando por la noticia más importante, la noticia estrella: ¡la noticia de tu propio suicidio!

Murmuraciones a las que, sin embargo, no respondió nuestro Guel.

.- ¡Despierta, hombre, despierta…somos nosotros! –le achuchamos, aunque él continuó profundamente enterrado en sí mismo. En su propia mortaja…

.- ¡Oye, tú, que está muerto!

.- ¿Cómo coño va a estar muerto, no ves que está ahí tendido? Si estuviera muerto, ya no estaría entre nosotros... ¡Vuelve a achucharle, verás como despierta!

¡Que va…que va…que tú no despertabas, que seguías irremisiblemente impertérrito, tieso en tu plancha de mármol…! ¿Pero qué estaba sucediendo que parecía habernos cogido el pasmo de la pájara aquella de Bahamontes…! ¡Joder! ¡Que nos estabas asustando, llenándonos de confusión…!

Al fin, decidieron practicar un idéntico mutismo al suyo, pero sólo del que fueron capaces. Que fue muy poco. Y tras asestarle varios pinchazos para ver si despertaba, le hundieron la aguja del formol hasta la mismísima cruceta en el ojo derecho… Miguel ni siquiera respiró.

.- Ninguno sabíamos cómo podías hacerlo, aguantarte así… sin emitir ni un suspiro…

.- Pero entonces ¿por qué no espabila?

.- Quiere asustarnos el muy cabrón ¿o es que no lo ves?

Seguro. Su revancha postrera. Parecía estar desquitándose de las canicas que le habíamos afanado, del balón que no pudo tener nunca, de su tamaño diminuto…de nuestras jodidas risas. Seguro. Quería fastidiarnos para vengarse de no saber nada de nada, de tener que robar para dar de comer a su madre, de carecer de padre, de ser el niño pobre más rubio, alegre y hermoso que yo había conocido ni conocería nunca… ¡Miguel fue como un despilfarro, un delito de un Dios sacrílego, un crmen que jamás podré perdonar ni estoy dispuesto a comprender ni a aceptar.

.- ¡Sólo es un envidioso…! ¡Sí, sí…un miserable…!

.- ¡Joder, tío, perdóname…que es que no se lo que decíamos…! Es que nos jodía que no nos hicieras maldito caso con lo que te queríamos.

Y otra vez los ojos, que comenzaron a ahogárseme en la propia cloaca de sus cuencas.

Después, sólo recuerdo que a las cuarenta y ocho horas de su muerte se llevaron el producto material de aquellos pocos de días a la fosa común del cementerio civil del atrio de Santa María: veinte escasos metros cuadrados de hojarascas, toxos y ortigas… donde jamás entra nadie porque es ¡pecado mortal!.

(A mi querido Miguel, aquel delicado niño que a los ocho años, como un adulto, se tiró bajo las ruedas del tren)

Juan A. Cadenas (Neda, 1979. Con correcciones actuales. Madrid 2008)

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