Monday, January 08, 2007

"AL PUNKY LE SIENTA BIEN LA MUERTE"
("vivir perjudica seriamente la salud")
Juan A. Cadenas
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-Capítulo 5-
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Se dijo de él que nadie nunca había hablado de la muerte en términos menos mortales. En realidad, se dijeron demasiadas cosas: era como la caja de Pandora. Cada quién estaba en su legítimo derecho a imputarle cualquier supuesto que considerase conveniente por unas u otras razones: al fin y a la postre, la indeterminación y ambigüedad de sus tensiones y pretensiones se prestaban a admitir, además de todo lo probable y lo posible, lo imprevisible y, hasta ocasionalmente, lo inaceptable.

Aunque Ivonne aparece significada en el perfil de la vida del punky como la piedra filosofal de su condición erótica (herética se llegó a registrar en el Tratado Mortal erróneamente en cierta ocasión), es el caso que no sólo se hallaba constituida por las concretas y particulares cualidades de cada una de las mujeres de su muerte (que no de su vida), sino que entre todas ellas formalizaron un número total tan escaso que vino a sorprenderle a él mismo. Paradójicamente, se hallaba convencido de podría asignar al mencionado volumen un tratamiento como de “discreta profusión”, pero, para su sorpresa, nada más incierto que semejante afirmación, a la vista de los flagrantes y rigurosos documentos que yo mismo me permití guardar al respecto.

Nadie, por otro lado, más idóneo que yo, como doble suyo y encarnizado testigo íntimo que fui, a fin de poder acreditar mi anterior constatación, ni nadie, tampoco, más objetivo y menos maniqueo –a pesar de nuestras hostilidades convivenciales– que quien como yo prosigue aún desvivido de su existencia por revivir y perpetuar la de él, incluso aunque sólo fuese dentro del fabuloso y apasionante mundo de la pantalla.

Un 23´5 de Febrero (el último de los cuales, diré de paso, me acabó de proporcionar el tercero y más infame de mis entrañables y confabulados infartos); decía que un 23´5 de Febrero, en el curso de una reyerta cinematográfica bajo los puentes del Sena (o quizás del Tevere) tuve ocasión de conocer a una de sus fans. Recuerdo que aquella mujercita se me figuró por entonces muy diferente al resto de las otras Ivonne que yo había conocido.
Recuerdo que se trataba de una joven sin condicionante viriloide alguno, doy fe de lo que afirmo, cosa que no puedo decir de la totalidad de sus demás amantes; tantas de ellas, andróginos, como tantas otras lo fueron travestidos y simples mariquitas. Y que conste que mi afectividad por el sexo gay de todo signo no permite la más ligera sombra de sospecha sobre mi absoluta hemofilia, e incluso sobre mi total permisividad sobre toda otra relación matrimonial de género como de número. Considero de perfecto derecho matrimonios constituidos por uniones de 3, 4, 5 o más miembros de toda condición y cualquier sexo. Aunque por el momento, no vienen a colación estas colaterales disquisiciones.

De siempre, nuestro hippy sostenía la opinión de hallarse devaluado lo mismo estética que eróticamente. Y, por diversas razones, consideraba que sus cualidades personales en lo que se refiere al ámbito de lo femíneo no eran apreciadas como merecían. Así que persuadido de que su persona no significaba mucho más que una triste dilapidación de la naturaleza, un auténtico despilfarro biológico, consumía deprimido con gran desconsuelo y abatimiento muchos de los fines de semana abandonándose al pub de moda o al recién inaugurado bailongo barriobajero, atracándose de alcohol barato en un mortificador circuito a través de un rosario de tóxicas y enrarecidas tascas envilecidas por la depravación de todas las drogas, incluida la del sexo.

Una amarga postración le roía el alma al percatarse de que el lujo que él representaba viniese a ser considerado bazofia, un puro y duro despojo. Pero, en fin, no era tampoco para quejarse; contados seres, reales o imaginarios, habían disfrutado jamás con tanta vehemencia como él, de las contadas ocasiones en las que la fortuna estuvo de su parte. Al cabo, cualquiera de sus romances, uno sólo de aquellos episodios “sexóticos” –tal como él degustaba llamar– era de hecho más estimable que muchas vidas íntegras dedicadas al amor. Quejarse, pues, no parecía la respuesta más adecuada, a pesar de los largos y forzados veraneos eróticos (también a veces aparece este término equívocamente trocado por el de erráticos) a los que con cierta frecuencia se veía sometido, puesto que alcanzado su premio, efímero pero excepcionalmente intenso, con su sólo recuerdo o imaginación le guardaba la cobertura del peor y más desmoralizador de los paréntesis. ¿Y con qué mujeres, con qué purísimas sustancias de la hermosura, de lo sensible, del corazón! Su exiguo manojo de esencias le había resarcido de todo lo demás, le había indemnizado de ellas. Porque a cada uno de aquellos entrañables y delicados frutos de amor y sexo, a cada una de aquellas prodigiosas criaturas las subyugó de tal modo, tan de cuerpo entero que, como al genuino vampiro que era, acabó por succionarlas mortalmente de un solo trago hasta conseguir vivificarlas para sí.

¡Si no habría yo de saberlo! ¡Yo, que hacía contadas semanas aún lo continuaba sufriendo en mis martirizadas carnes! ¡Aquella deliciosa lesbiana de Ivonne que lengüeteaba con su gracia entrenada, aunque irrepetible, la cremosa bola de un sorbete italiano, que posó sus ojos en él y ya sólo pude caer en la cuenta de cómo ambos se derretían uno en el otro. Para luego observar la enérgica mirada de él resbalando igual que el helado por los mórbidos senos de la punky, en tanto ella lo arropaba de inaplazables caricias, imprescindibles, interminables…y odiosas para mí. ¡Porque era mía, ella era mía y me la arrancó de un zarpazo el traidor! ¡Yo la había visto primero, la tenía entre las manos…y él vino y se la llevó. Me la aventó de un manotazo, desposeyéndome de su alma que era la carne de mí carne, la carne de este cuerpo con el que ya no puedo…que de un zarpazo me la arrancó de su propia carne!

Y espués se la llevó como si no se la llevara, porque no se la llevaba, era ella la que se iba tras él. Me la quitó sin quitármela, porque ella fue quien se le regaló. Tal vez era un regalo que le pertenecía, del que yo fui yo por el contrario quien pretendió apropiárselo, un regalo que exigí como mío nada más tenerlo, sin reparar que los regalos son sólo concedidos. ¿Pero cómo demonios saberlo ante su irresistible presencia?.

¡Claro que no puedo testimoniar la fascinación que este hijo de puta ejercía en ellas, ni el arrebatador paraíso al que las entregaba, ni la mágica y maravillosa prestidigitación con que las resucitaba de sus propias cenizas!. ¡Pero cómo podría ocultar todo esto!… ¡Ni cómo concebir alguien más idóneo que yo para testificarlo, si era siempre de mí de quien huían!

Concluido aquel insoportable monólogo, respiré profunda y largamente jadeando una especie de sollozo, probablemente sólo era algo que lo evocaba, nada más que un confuso remedo de llanto.

Aunque pudiera parecer lo contrario, no me sentía encolerizado o furioso, ni siquiera molesto. Mis sentimientos, si los hubiese, si aún me restase alguno vestido quizá de resentimiento, tampoco se mostraban de la entidad suficiente como para ser percibidos en estas circunstancias. Y, a pesar de lo que se haya dicho, en absoluto me sentía celoso de mi… ¿doble? (¿debería calificarlo así?). Tampoco tenían nada que ver mis convulsiones con el resquemor o la venganza. Muy al contrario, yo diría que se trataba de un cierto tipo de reacción de índole negativa, una especie de batería de signos emocionales de condición destructiva, de ciertos indicios expresivos de la perversidad: puras regresiones a los pálpitos de la muerte.

El caso es que no hallando solución mejor –fue siempre demasiado mezquina- me vi obligado a tomarla por la fuerza. Lamento no alcanzar a sentirlo; imagino que se me han obturado las vías afectivas, han atascado mi corazón y al fin un explosivo infarto emocional ha terminado conmigo… ¿o no? Me habré con toda certeza extraviado cuando hacía auto-stop en las insondables simas de mi sicopatía.

Pero tenía que continuar. No era cuestión de abandonar. Me había pasado la mayor parte de mi vida dándole de vivir, y ahora ya no podía màs. De una vez por todas determiné poner fin a aquella intolerable situación. Y sin desfallecer, aunque a base de acumular un extenuador esfuerzo, conseguí llevar a cabo mi propósito. Y sin pensarlo ni demorar mi acción, con el nuevo y poderoso aliento que me proporcionaba mi terrible e insaciable sed mortal, lo fui dejando morir poco a poco… abandonado a su lenta agonía.

¡Fue tan sencillo, tan simple! Admito que no soportaba el hecho de privarme de tales delicias, ni que en adelante se me pudieran volver a escapar. En muchas de las refriegas que mantuve con ellas creí haber perdido para siempre el corazón, y lo que es peor, con él, el coraje. Pero a lo que no estaba ya dispuesto en modo alguno era a tener que privarme también de la cabeza.

Así que lo di por válido y sentado, y decidí no volver a tontear nunca más con las chicas, con aquellas dulces niñas vudú que tan demoledoramente me arrebataban Se trataba, en fin, de mi última y definitiva respuesta, la única conclusión que parecía tener algún sentido, puesto que me hallaba en la certeza de que todas las Ivonne me abandonarían por él. Así es.

A partir de entonces, el viejo beatnick comenzó a ir muriéndose inexorablemente. Se me fue muriendo entre las manos. Le privé de lo que más le dolía, lo que más le vulneraba, lo que siempre había sido verdaderamente imprescindible para su supervivencia. Desde luego, que ya nunca le consentiría que volviera a servirse de mis maravillosas criaturas, ni tampoco su infame vampirismo tendría nuevas oportunidades de reincidir en la desdichada succión de otras existencias, de la mía propia. Ahora iba a morir, le había llegado su hora y estaba a punto de extinguirse. Solo. Iba a morir por no haber aprendido a vivir sino a costa de los demás, de mis delicadas adolescentes y efebos, de mí propia existencia gemela, de mi modesto manojo de muertos crisantemos redivivos.
Al fin, había conseguido deshacerme de él.
¡De hecho, ya estaba muerto, lapidariamente muerto!
...¡y era yo mismo, joder!

“Aquí yacemos ambos: emparedados en el mismo espacio, consumidos por idénticos gusanos y ocupados en una única y común putrefacción. ¡Aquí estamos los dos, enterrados en uno sólo!”

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1 comment:

nana said...

"efímero pero excepcionalmente intenso"

Señor Encadenario... algún dia me va a matar usted con sus comentarios, quizas con uno de esos infartos emocionales como los de su protagonista

Pd: ¿Se te ha hecho tarde? ¿No recuerdas cómo llorar? Si quieres puedo hacerte de profe, soy más o menos una experta en la técnica (Besos)